«Me ha convencido: el suspenso es una estrategia opresiva de dominación». Con estas palabras confirmaba ayer Alberto García Redondo, profesor de filosofía en un instituto de Alcobendas, su decisión de aprobar el examen de un alumno pese a que ninguna de las respuestas reflejaba lo que se había estudiado en clase. «No tiene ni idea de empirismo británico, pero ha demostrado estar al día en estructuralismo, corriente que no impartiremos hasta el curso que viene. En este sentido, va por delante del resto», razona el docente.
Sin dejarse amedrentar por las preguntas del examen ni por el hecho de no haber tomado apuntes en todo el año, el alumno intentó probar suerte con argumentos que atacaban el examen mismo: «El pensamiento crítico que se pretende estimular con esta materia no puede pasar por la obligación de repetir lo que la autoridad dicta en las clases. ¿Es este el mundo que queremos? El propio Nietzsche despreciaría esta incitación al borreguismo», escribió el estudiante, obviando que se le había preguntado por el concepto de percepción sensible en el pensamiento de David Hume.
García Redondo reconoce que, después de leer las respuestas de su pupilo, optó por el aprobado general. «Fui más allá: me pregunté si yo mismo era parte de este juego de dominación. Les enseñamos a repetir como loros el pensamiento de autores que llevan siglos muertos, como sombras que proyectamos en la caverna en la que hemos convertido el aula. Es un gandul de cojones, pero me ha abierto los ojos», admite.
En adelante, este alumno, con más de seis suspensos a sus espaldas, formará parte del temario. «Erik pasa a ser el mayor exponente del Pormishuevismo, una corriente de pensamiento revolucionaria que no se somete a ninguna autoridad», confirma el profesor. Agrega, además, que en adelante no habrá exámenes, porque «someter la materia a examen es no haber entendido nada de la propia materia».
Al cierre de la edición, fuentes del instituto confirmaban que el tal Erik había sido expulsado de una clase de matemáticas al intentar convencer a la profesora con los mismos argumentos que le habían funcionado en clase de filosofía. «A pastar, jeta», habría exclamado la maestra, según las mismas fuentes.