En el día de ayer, San Cirilo de Jerusalén, Don Antoliano, vecino de Torrecillórigo, fue sorprendido por Doña Resu a la caída del sol ayuntando con una de sus gallinas en el corral. El hombre, sin inmutarse, con el cabello enmarañado blanqueando de aserrín, se limpió el sudor de la frente con el antebrazo, se subió los pantalones y, descansando en el poyo de piedra, miró a la mujer desafiante. Adelantándose entonces al posible escarnio gritó: «¡Obscenos son los cuatro millones de parados de este Gobierno!».
Prendió al cabo el Antoliano un cigarrillo con un chisquero de mecha y, mientras veía alejarse a la gallina, encaramada a las bardas del corral, agregó con los labios apretados: «Quisiera yo ver cómo se las apañaban los de la capital abandonados en este estercolero». Pero Doña Resu no lo oyó, pues se perdía ya calle abajo, camino del río. El Antoliano aplastó el cigarrillo con el pie y escupió airado en la tapia del corral, en la que se apoyaban el arado herrumbroso y los aperos.
Más tarde, cuando negreaban los sarmientos entre los terrones, Don Antoliano se recogió en la angosta y sórdida taberna del Malvino, dispuesto a engullir un par de ratas fritas rociadas de vinagre, con dos vasos de clarete y media hogaza. Fue entonces cuando El Pruden, en puridad, era Acisclo por bautismo, pero se quedó con Pruden, o Prudencio, por lo juicioso y previsor, lo reprendió por lo que Doña Resu iba contando que había hecho en el corral. El Antoliano apretó entonces sus toscas manos de dedos como tajados a guillotina y volvió a las andadas: «Lo que no tiene perdón de dios son los millones de muertos y de parados del Sepulturero y el Coletas. Estos tunantes hacen más daño que un nublado. ¡La madre que los echó!».