Enrique Clachino, de 44 años y dueño de un bar, no puede dormir por culpa del café tan malo que sabe que sirve a sus clientes. Este empresario, natural de Segovia, pasa las noches en vela afectado por la mala consciencia, que le tortura sin cesar en cuanto tiene un minuto libre para pensar en ello. “He llegado a tener terrores nocturnos, sueño con los estómagos burbujeantes de mi clientela y me invade un sentimiento de culpa insoportable”, se sincera. «Les sirvo basura, es como petróleo», añade.
“Da más vueltas en la cama que sus clientes al café con la cuchara”, explica la esposa del afectado. “Es cierto que su café es agua sucia pero tampoco es el peor que he probado en mi vida”, asegura tratando de restarle importancia. “Yo creo que, más que por el café, la cosa viene de que no lava bien las tazas”, agrega.
“Cualquier día me llevo a uno por delante con este café del demonio”, declara el hostelero. «Pero claro, ¿qué vas a hacer? Estamos en España, es lo que hay», argumenta.
Lo peor de la situación es que, por culpa del insomnio, Clachino no es persona por las mañanas si no se toma un café bien cargado. «Y como mi café es intomable, pues no me lo tomo y no soy persona y, como no soy persona, sirvo esta mierda de café a personas que no tienen ninguna culpa. Es un círculo vicioso», dice.
El año pasado, Enrique tuvo que afrontar un gasto inesperado al verse obligado a dar de alta en la Seguridad Social a una ensaladilla rusa y a una tortilla española que tenía expuestas en la barra desde finales de la década de los ochenta. «Habían montado su propio sindicato», recuerda.