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«Mi hijo es un delincuente que trafica con cromos»

LOS ALMUERZOS DE EMT

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Miguel Martín siente que ha fracasado como padre. Su hijo Joel, de nueve años, es conocido entre los suyos como «Joe Panini» y se dedica, según Miguel, al tráfico de influencias y a la extorsión. «Tan pequeño y tan manipulador, quién me lo iba a decir» se lamenta. La madre de la criatura abandonó el hogar familiar «porque no aguantaba la presión. Se ve que ahora está en un programa de protección de testigos y tiene que vivir con un ejecutivo que, por suerte, es más joven y mucho más acaudalado que yo». Según Miguel, el drama no terminará «hasta que Joel complete ese maldito álbum de cromos. Si es que no sacan otro, claro».

En casa de los Martín las paredes están desnudas. Miguel hizo desaparecer todos los cuadros y las fotografías que colgaban de ellas, aunque sus marcos dejaron huella en la pintura: huérfanas figuras que recuerdan un pasado que ya nunca volverá. «No quiero que haya imágenes en mi casa, ningún tipo de iconografía. Quito las pegatinas de los botes de detergente, lo arranco todo. Mi hijo adora falsos ídolos, está obsesionado con cromos absurdos de muñecos extraños y, aunque no he sido capaz de evitar que trafique con ellos a escondidas, al menos no lo potenciaré».

Me sirve una sopa de puntos y un bistec como almuerzo. «Siento no tener nada más sofisticado. No sé cocinar, sólo me apaño con la comida infantil. Pero no vamos nunca fuera. Llevé a Joel a un McDonald’s y le regalaron unos soldaditos para coleccionar. Los arrojé a la basura y nos fuimos de allí sin acabar la hamburguesa. ¿Por qué promueven esto las grandes empresas? Todo está lleno de mierda» se queja Miguel.

Intento que el entrevistado me diga qué es lo que distingue la afición de su hijo de la de los demás niños. Al fin y al cabo, todos hemos jugado a intercambiar cromos y chapas en la escuela. Sin embargo, reacciona con agresividad ante cualquier matiz que suavice la gravedad de lo que ocurre. «Si no lo vives, no lo entiendes. Un día le oí hablar por teléfono con un amigo suyo de la escuela. Le preguntaba dónde estaba el cromo que le había prometido, ese que tenía repetido. Había una agresividad en sus palabras, una frialdad que nunca antes había visto en un niño. Luego le estuve observando cuando salía de la escuela. Sacaba cromos del bolsillo, los repartía y luego recibía más cromos de otros. Se daban la mano entre ellos, presentándose sus respetos. Una escena escalofriante».

El drama sacudió la familia Martín el día en que Joel regresó del colegio con un corte en la rodilla. «Se había caído al suelo por culpa de una zancadilla. Se niega a hablar de ello aún, pero está claro que algún hijo de puta de una banda rival quiso tomarse la justicia por su mano. Y todo por unos malditos cromos». El suceso coincidió con la marcha de su mujer. «No soportaba verme perder los nervios ante lo que estaba pasando. Yo tenía que ser fuerte por los dos porque ella no asimilaba la realidad. Es difícil vivir con la idea de que tu hijo es un mafioso. Pero ahora sé que está bien en el programa de protección de testigos, volverá cuando todo termine».

Miguel ha enviado cientos de cartas a la empresa fabricante de los cromos para que los retire del mercado. Entiende que nunca accederán a ello, por lo que está dispuesto a recurrir al Gobierno. «¿Qué puede ocurrir si sigo hasta el final? ¿Que me rodeen veinte chavales y me den una paliza? Pues bueno, aquí estoy, no tengo miedo». Interrumpe sus palabras la llegada del pequeño Joel. El padre se levanta nervioso y empotra al niño contra la pared para cachearle. Está limpio. O, al menos, ha conseguido que lo parezca.

Domicilio de Miguel Martín.

– Sopa de puntos.
– Bistec con patatas.
– Flan.

Total: cortesía del entrevistado.

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