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«Limpiaré la fachada de la catedral de Burgos con un trapo húmedo»

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«La catedral de Burgos está hecha una mierda y yo puedo arreglarlo. Tengo un trapo húmedo y mucha motivación, sólo necesito que el alcalde me ponga el andamio» dice Antonio Bordel, presidente de la asociación «Fregar España». El entrevistado predica con el ejemplo, pues su casa está impecable y, aunque no hay un solo mueble de menos de 20 años, todo luce esplendoroso. «Esa es la limpieza que quiero para mi país, pero mi alcalde se limita a insultarme. Dice que soy un dominguero radical», se lamenta.

Antes de invitarme a entrar en su domicilio, el joven burgalés -de rostro afilado y vestimenta refinada- me pide que me descalce y me ofrece unas pantuflas acolchadas. Las saca de un armario en el que hay cientos de ellas. «Antes las vendía por la calle. Llevan una suela que atrapa el polvo. Pensé que la gente accedería a llevarlas pero sin publicidad es difícil convencer a los demás. Si todos las usáramos, imagínate lo limpias que estarían las calles», explica.

Antonio se presentó hace poco en la sede del Ayuntamiento de Burgos pidiendo permiso para limpiar la catedral de su ciudad. Solicitaba, además, ayuda económica para levantar los andamios que necesitaba para llegar a las partes más complejas como el campanario o los releves del portón. «Me dijeron que primero estudiara restauración. No entienden nada. Cuando limpio el baño a fondo no lo estoy reformando, simplemente elimino la roña que hay en él. Limpiar no es restaurar», aclara con indignación.

Decidió crear la asociación «Fregar España» cuando conoció a unos chicos que, como él, sentían amor por la limpieza. «Me los encontré en un semáforo. Se dedicaban a limpiar los parabrisas de los coches. Eran rumanos y estaban mucho más motivados que cualquier español. Pensé que debíamos organizarnos. Al principio les pasaba dinero y productos de limpieza, pero luego hubo un pequeño malentendido. Quisieron agredirme sexualmente con la excusa de la limpieza. Es otra cultura», argumenta.

Cuando se separó del equipo de rumanos, sólo quedaban él y su madre en la asociación. «Elaborábamos panfletos para que la gente entendiera que, entre todos, acabaríamos rápido. Sólo necesitas un pañito húmedo. Ni siquiera una gamuza amarilla de las caras, sino un trozo de alguna camiseta vieja». La mujer murió hace dos años «porque intentó ponerle un pañal a un Rottweiler sin avisar siquiera a su dueño. Le pudo el entusiasmo. Ahora trato de mantener su legado, que no es otro que el olor a limpiacristales de esta casa», declara Bordel con los ojos bañados en lágrimas. Al instante se las frota con un estropajo que lleva en el bolsillo de la camisa y procede a servir la comida.

Mientras corta el pan muy lentamente para que no caigan migas sobre el mantel, le pregunto a Antonio por sus aficiones más allá de la limpieza. «Me encanta ir en taxi. Meto los deditos entre los cojines de los asientos y saco toda la porquería que hay: migas de pan, pelusas, tiritas, nuggets… Luego la guardo en frascos y lo etiqueto todo con el número de licencia del vehículo». Antonio señala una vitrina en la que, efectivamente, hay cientos de esos frascos convenientemente clasificados.

Al poco de haber iniciado el almuerzo, Antonio se disculpa y se levanta de la mesa. «Esta mañana limpié el hueco del ascensor. Me faltan los engranajes y quiero ponerme ahora que todo el mundo está comiendo», confiesa. Aprovecha también para quejarse de la incomprensión de sus vecinos. «Es pura incultura, pero me considero un superhéroe de la limpieza y no me detendré. Nadie me detendrá», sentencia orgulloso ante el retrato, impoluto, de su señora madre.

Domicilio de Antonio Bordel.

– Dos lubinas al vapor.

– Agua destilada.

Total: cortesía del entrevistado.

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