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«Guardo residuos nucleares de los americanos»

LOS ALMUERZOS DE EMT

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Mientras me enseña su piso, Mariana va abriendo cómodas, puertas y armarios para mostrar que «aquí cualquier rincón se aprovecha». Todo está lleno de barriles, botes y fiambreras con material viscoso. «Me los traen en bidones pero yo luego me los distribuyo como quiero, que para eso es mi casa», explica. Parece que las enormes etiquetas que advierten de los peligros de abrir los recipientes amarillos no la detienen. Quizá porque están en inglés y Mariana sabe de letras «lo justito», aunque probablemente sea porque los bidones vacíos se los da a su cuñado, que es agricultor y los usa para prensar la uva.

Tras la pequeña visita guiada -y mientras pone la mesa- aclara que, aunque ella lo que quiere es hacer un favor a los americanos, tampoco lo hace con absoluto desinterés. Cuando se decidió a convertir su casa en un cementerio nuclear pensó que aquello de la «radiactividad» sonaba a «radiador» y que por tanto se ahorraría tener que instalar calefacción en casa. «Y funciona: en invierno tú pones una barra de uranio empobrecido entre las sábanas y eso desprende un calorcillo verdoso que hace que te duermas como un pollito», asegura.

Justo antes de empezar a comer, aparece en escena el marido de Mariana, mucho más callado. «Es que a él esto de los americanos no le hace mucha gracia. Fue entrar el primer bidón y se le cayó todo el pelo, pero yo le digo que, total, para el que le quedaba…». Después de lo del pelo, les aconsejaron ponerse trajes antiradiación, pero dejaron de llevarlos porque son muy pesados y molestos. Mariana los reaprovechó haciendo unos tapetes para el televisor. Desde que no los llevan puestos, ella ha dejado de sentir los típicos achaques de la edad y se encuentra mucho mejor: «No es sólo lo de poder hacer tostadas con las manos, sino que antes se me rompían muchísimo las uñas y ahora siguen rompiéndose, pero son fluorescentes. Esto no lo consiguen hacer ni las chinas esas que pintan paisajes con cisnes».

Cuando le comento a Mariana que su marido no parece tolerar tan bien el tema de la radiación, ella hace bromas sobre el «increíble efecto» que tiene sobre su marido la tonelada y media de mercurio que guardan bajo el colchón. Y ambos ríen con complicidad. «Cuando empezamos con esto se asustó porque pensaba que se estaba convirtiendo en un gigante como La Masa, aquel bicho verde de la tele, pero luego eran sólo gases», explica. Y cuando uno ve que las alubias que hay en el plato son del tamaño de una ostra, entiende que el marido se asustara. «Todo lo que pongo en la alacena sale luego cuatro o cinco veces más grande», dice.

Mariana está intentando hacer aún más rentable su situación. «Cobro diez euros por sesiones de depilación. Aquí vienen algunas chicas del barrio, meten las piernas en la bañera y se van depiladas para dos meses. Yo es que esto de lo nuclear se lo estoy recomendando a todo el mundo para que lo haga». Explica que lo más molesto son los tentáculos que le han crecido a Romina -la gata de la casa- pero que, por lo demás, todo son ventajas. «Ahora sí que lavo en blanco nuclear, vaya que sí. La ropa no dura nada, eso también es verdad», admite.

Y con el café -del de antes, en cafetera de hierro, porque a Mariana «los nespresos esos» le parecen todo química- llega el momento amargo. Algunos vecinos, alertados por las constantes idas y venidas de hombres enfundados en monos blancos, avisaron al Ministerio de Defensa. Ahora, el Gobierno culpa a Mariana y a su marido de violar «no sé qué tratados medioambientales» y de tráfico de residuos peligrosos. Pero, como insiste Mariana, no hay tráfico porque no cobra por ello: «Yo lo hago porque a mí no me importa guardar cosas si tengo sitio, ya sea la bicicleta de mi cuñada, los residuos nucleares de los americanos o los bultos sospechosos de un señor narcotraficante».

Residencia de Mariana Rodríguez.

– Arroz con alubias.
– Lenguado a la Chernobil.
– Té verde.

Total: cortesía de la entrevistada.

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